SEIS CALLES. UNA HISTORIA DE PARQUE CHAS
Seis Calles es una nouvelle ilustrada que se desarrolla en el barrio de Parque Chas y sus alrededores.“Ya no quedan tantos barrios como manda Dios, sólo bloques de pavimento, cordones, veredas, árboles sin corazón…Pero Parque Chas resiste, resiste todo…”
Su protagonista –un adolescente inquieto, músico inspirado y solitario– narra los extraños episodios que ¿suceden? en esas calles “hechas para perderse”. Haciendo uso del lenguaje típico de su edad, y sin reprimir su costado más poético, construye un relato vertiginoso y fascinante que se renueva de una página a otra. Una historia atípica, despojada e inquietante a la vez, como el mismísimo Parque Chas.
SOBRE EL AUTOR:
Emanuel Galli nació el 21 de marzo de 1976. Desde muy joven se dedicó a la literatura y a la música, ambas de modo autodidacta. Del cruce entre su vertiginosa y atrapante escritura lúdica y su musicalidad poética surgió Seis Calles - Una historia de Parque Chas, su primer libro publicado.
EDITORIAL:
Ediciones Continente.
INTRODUCCION:
Los hechos Seis calles que se chocan. Líquido espeso y amarillo corre velozmente por la acera y el asfalto, saliendo a intervalos de las alcantarillas y los desagotes de agua; parece nunca acabarse y la corriente es fuertísima. Leones peludos y salvajes doblan por la esquina como cualquier mortal. Animales por ahí: chacales, canguros, perros salvajes. La gente nada, desesperada, tratando de no ahogar su mente. Hay quienes tan imbéciles como ciegos desean seguir su rutinaria vida mientras salen a esperar el colectivo de madrugada. Algunos leones se los comen enteros; otros ni los quieren para comida, simplemente
les arrancan la cabeza de un mordisco y la escupen dejándola flotar en la viscosidad amarillenta. De repente, un grupo de elefantes parece asomar en mi campo de visión, pero sólo da la vuelta y se retira, espantado por el griterío. Algunos autos ya flotan y son llevados por el líquido; otros están tapados casi hasta el techo por estar en zonas de mayor caudal. Debo aclarar que todo esto lo veo desde la ventana del living de mi casa, en el primer piso. Una ventana doble que da a las seis esquinas de Parque Chas. Acerqué el sillón de cuero y me detuve a observar todo tan exhaustivamente como un auténtico voyeur. Sigo mirando, los hechos que se suceden en secuencias desde la calle me tienen atrapado. Repartidores de pizza mueren intentando llegar a destino con la pizza caliente y recibir así unos centavos de propina. Tres o cuatro mensajeros en moto perecen ahogados al tratar de evitar que sus vehículos se pierdan junto a la corriente amarilla. El cielo está tan gris que creo que no hay sol allí detrás, que ya no habrá más. La lluvia es continua y apocalíptica: un diluvio que atraviesa las emociones hasta dejarlas tenues, sin la chispa inicial. Un rinoceronte parece persistente en su afán de derribar un edificio finito y bajo, de unos tres o cuatro pisos. De las cinco columnas que lo sostienen sólo quedan cuatro, contra las que el rino descarga su furia. Algunos habitantes gritan enloquecidos mientras le arrojan por las ventanas todo tipo de elementos: cacerolas, platos, mesitas, cubiertos, vasos,fuentes (sería más cortés que lo invitaran a comer a sus casas). En un momento, una loca arroja la enceradora eléctrica desde el quinto piso, dejando ver en su rostro una expresión despojada. Otros habitantes del edificio salen por la puerta principal llevados por un miedo casi ciego. Inmediatamente son arrastrados por la fuerte corriente; muere la mayoría a los pocos segundos. En la terraza, seis hombres hacen una fuerza exorbitante para levantar algo que no alcanzo a ver hasta el filo de la barandilla. Después de unos minutos cede la segunda columna del edificio y comienzan a crujir las tres restantes. En este instante se perciben movimientos extraños en la terraza; súbitamente, uno de los hombres cae al precipicio mientras los demás lo observan, impotentes. Uno de ellos intentó agarrarlo pero fue en vano, la lluvia los tenía a todos completamente mojados. Le resbalaba la mano de su compañero; sentí su angustia, la impotencia de saber que se iba, que se caía y que ya nada podía hacerse. Ahora lo veo: estos hombres trataban de levantar un piano de cola negro hasta el borde de la barandilla. No caben dudas sobre el objetivo: dejarlo caer sobre el rinoceronte. Esforzándose hasta el extremo (y sobre todo teniendo en cuenta que hay un hombre menos) logran ubicar el piano sobre la baranda de la terraza de modo que dos de sus patas quedan del lado interior y las otras dos casi suspendidas en el aire, sobre el vacío. Pálidos y con cara de velorio tratan de apuntar correctamente mientras calculan la distancia. Se miran decididos. Lo sueltan... El piano lanzado parece no ejercer presión; queda suspendido en el aire eternamente, venciendo todas las leyes de la física. Contemplo con paz sublime esta única visión. Ahora, mientras observo el piano detenido en el aire, tengo la certeza de que nunca más veré algo así, y eso lo convierte en un momento único. Los vecinos en la terraza observan atónitos. De repente, todo cambia alrededor y, mediante un giro violento y atropellado, el piano presiona tan fuertemente hacia abajo que cae en un segundo. El rino lanza un gemido tapado, casi final, en el momento en que el piano lo aplasta por completo. No hay rastros de sangre ni heridas externas, pero el animal no vuelve a moverse. Justo en el momento del impacto y casi sin quererlo, el piano dejó salir un revelador acorde de Do Mayor Séptima Mayor. Me pregunto cómo puedo componer con toda esta tragedia, pero la verdad es que la situación me inspiró bastante: el rino enfurecido; los tipos de la terraza calculando, esperando; el piano de cola que vuela por el aire; el impacto... el acorde. Acerco el teclado y toco. Sigo tocando... Ahora, como para terminar de encender este arrebato de inspiración, el edificio entero comienza a crujir. Estupefacto, veo cómo se inclina de a poco y desprende de su base toda esa mole de concreto. Los hombres de la terraza esperan, casi perdidos, que al fin todo termine. Algunos vecinos sacan sus cabezas por las ventanas mientras gritan y sollozan. La lluvia muestra todo esto haciéndolo más grave y evidente... y lo mezcla con el viento para lanzar murallas diagonales de agua maciza, paredones de mortero que todo lo pueden. En el momento en que ya nada puede mantener al edificio erguido, aprecio con devoción religiosa cómo esa gigantesca masa de cemento y ladrillos cede hasta caer sobre otro edificio más bajo, posado enfrente al cruzar la calle. Esto provoca no sólo una terrible tragedia, sino que levanta tanto polvo que por unos minutos no puedo ver absolutamente nada de lo que allí pasa. Y me evado de la realidad; me voy. Los parámetros de peso y altura ya no regirán. Aprovecho la evasión y sigo tocando. No es que no me importe, pero tengo cosas que hacer. No creo que haya mucho que explicar, simplemente esta necesidad de limpiarme, esta necesidad de expresarme, de transmitir, de intervalos enormes que para mí significa componer. Creo buscar mi identidad a través de los pliegues inútiles y esquivos del arte. Igualmente, ni siquiera yo lo comprendo muy bien, pero me importa un bledo. Después de un rato vuelvo a mirar por la ventana. La polvareda ya se disipó por completo y ahora la escena del edificio destrozado parece más trágica que antes. En el lugar en donde cayeron los edificios sólo quedan ruinas y pedazos de cosas. No alcanzo a ver ningún elemento que esté entero, salvo uno; si hago foco en donde está el rino aplastado puedo ver el piano, ileso, completamente ileso, protegido por una milagrosa barrera de escombros. Vuelvo la vista hacia acá, hacia lo que está más cerca... La esposa del quiosquero patalea enloquecida porque un canguro, después de comerse todas las golosinas, mató salvajemente a su marido que trataba de preservar la mercadería. Para colmo de males, después del asesinato, el canguro guardó al quiosquero en su bolsa y lo entregó a un león como comida. Leones grandes, raros. Leones inmensos como elefantes. En el quiosco de la otra esquina, los imbéciles quieren juntarse igual a tomar cerveza. De cuatro que son sólo lo consiguieron dos, subiéndose al toldo tapasol para no mojarse con el líquido amarillento. Ahora beben insistentemente del pico de la botella. No parece importarles demasiado que los otros dos ya no estén, ni la lluvia, ni los animales salvajes. Siempre se juntan, cerca de las siete... siempre, siempre, aunque llueva, truene o relampaguee. Toman cerveza, vino, lo que sea; gritan, boludean, se hacen los malos, miran desafiantes. En el fondo, no son más que unos pobres imbéciles. Ahora se encuentran tan a gusto y tan ausentes que al creer que es de noche por la falta de sol, prenden un porro y lo fuman con avidez. Sólo se dan cuenta de que algo no anda bien cuando sienten que el toldo es sacudido por los pasos fuertes de un elefante. Por su parte, la marea amarillenta sigue subiendo hasta llegar casi al techo de la planta baja. Los idiotas esos comienzan a mojarse los pies y a asustarse creyendo que es sólo un mal flash. El elefante los observa con grandeza desde muy cerca. Obviamente lo único que espero ahora es que se los coma, o que los mate con un torpe movimiento. Los idiotas siguen asustados y sin entender. Do Mayor Séptima Mayor - Mi Menor Novena. Ya logré encontrar el otro acorde. Me pregunto a veces si no tendré una piedra en lugar de corazón. Una canción suave, tierna, bastante desgarradora por cierto. La, la, lalalala, tarareo casi un blues que no encaja con el color amarillo pero sí con lo viscoso. Seis y cuarenta de la tarde; debería comenzar a anochecer pero no se ven la luna ni el sol, y no para de llover. Por momentos pasan leones nadando y focas con pelotas y carteles flotantes de Mundo Marino. Los cadáveres flotan inertes sobre la superficie amarilla. Todo adquiere un tono bizarro y a la vez grotesco. Podría reír, podría morir; sólo trato de observar los hechos desde muy lejos. Sólo trato de observar la invasión sin sentirme invadido. Aun así, no dejo de sentir que en Parque Chas nadie escapa a lo inevitable. Sigue lloviendo, sigue brotando la viscosidad amarillenta. Cerca del anochecer vuelan ángeles al ras del líquido y promueven el místico arte de la fotografía. Un bote lanchón cargado con algunos personajillos casi de ficción deja tras de sí un clima harto festivo: por unas grandes bocinas arrojan al tun-tun una música alegre, absurda y risueña que nada tiene que ver con lo que está pasando allí; llevan dos pequeños mástiles con banderas con inscripciones de unos arcos dorados en forma de M. Por suerte, siguen su camino y en segundos están primero fuera de mi vista y luego fuera de mis oídos. Los ángeles pasan rápidos como gacelas paralelas al mar, imitando el vuelo rasante de un albatros. Comienza a nacer la noche, sólo en el alma, sólo en el reloj; la realidad del día parece no tener conexión con los esquemas horarios. Sonando su flautín, avanza invulnerable sobre su bicicleta, un viejo afilador de profesión. Cuando yo era pequeño lo veía pasar por la esquina con su boina puesta; todo su ser me causaba cierta melancolía. Claro que, como no entendía bien el mecanismo de esa bicicleta con lija giratoria, siempre me preguntaba cómo funcionaba eso y me perdía en ideas mentales hasta que la melancolía desaparecía. La Menor también, doble tiempo quizás, para prolongar la escala bachiana, y después Mi Mayor o Fa Disminuido, aunque puede quedar muy azul.
Fuente: Telam
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